1033. A Julia Iatridi
Barcelona, 1 de abril de 1957
Sra. Dª Julia Iatridi
Atenas
Muy distinguida amiga,
Le escribo con rubor; siquiera una sola vez que Vd. hubiese sospechado olvido en nosotros nos daría un sentimiento de culpa. Es que sus dos cartas que han quedado hasta hoy sin respuesta directa —la del 9 nov. y la del 23 dic.— llegaron respectivamente en vísperas y al regreso de dos viajes nuestros. El primero fue importante: tres semanas por Inglaterra,1 en continuo movimiento y charla: conferencias en la sección de español de nueve universidades, parties, cenas etc. Llegamos hasta Belfast. Fatigoso y sumamente agradable, todo ello: el resultado es una especie de distensión, a la larga útil pero por lo pronto muy próxima a la desgana. El segundo viaje fué a Madrid, para pasar la Navidad con nuestro hijo, que está allí con su mujer e hijitos, pero bastante aislado.2 Por cierto, que a principios de enero nos ha nacido en Madrid el 13º de nuestros nietos, una niña que se llama Celia —como su tía muerta, la extraordinaria y malograda poetisa que se llamó Celia Viñas.3 Por lo demás, estos meses han traído también sus tristezas: la defunción de tres o cuatro amigos, alguno de ellos muy querido, como el gran pintor Joaquín Sunyer,4 alguna lejana en el espacio, pero entrañablemente próxima en el afecto: me refiero a Gabriela Mistral.5 Se había reanudado con ella, por súbita iniciativa de su parte, una correspondencia que resultó patética, pues, aparte la certeza de su muerte próxima que Gabriela revelaba, escribía con una amnesia casi total: sus dos cartas son verdaderos monólogos, en los que desborda el cariño hacia nosotros y no se contesta a lo que nosotros le decíamos y se nos vuelve a preguntar lo que ya habíamos contado. También a un amigo nuestro íntimo se le ha declarado una enfermedad sin remedio: él es demasiado inteligente para no tener por lo menos la aprensión, pero hay que tratarle como si todo ello no tuviera importancia y velar por intereses suyos que, sin él saberlo, las circunstancias ponen en nuestras manos. A veces uno se siente desganado, se mira a sí mismo y entorno suyo con la angustia de «¿a quién toca ahora?». Todo esto aparte, la situación general es enervante: necesidad e inminencia de cambios, para los que uno, ni que se propusiera permanecer pasivo —lo que, de ser posible, a uno le deshonraría— tendría que pagar su escote, su ἔρανος, en moneda substancial.
No le cuento estas cosas para excusar mi silencio, sino para sugerirle lo que han sido durante estos meses nuestro estado de ánimo y nuestras ocupaciones. Mirado «desde nosotros», casi no ha habido silencio. Dejó Vd., en nuestros corazones una simpatía muy viva, una presencia que da sentido a otras que, sin acciones de esa índole personal, siempre están para perderse en lo abstracto o libresco.6 No es poco poder decirle: «Para nosotros Vd. es Grecia»; Vd. se ha añadido, con lo generoso y siempre imprevisto de la verdadera amistad, a nuestros recuerdos del ya lejano viaje: los más vivos, los más operantes de todos nuestros recuerdos e imágenes de viaje (testimonio de ello: mis Elegías de Bierville).7 Hemos estado mucho con Grecia, estos meses, aparte lo que para mí es estrictamente profesional. Hemos leído bastante a Kazantzakis8 (¿cómo agradecerle a Vd. sus libros?). Me parece simplemente genial. Trazaría desde él una línea que llegaría a los más grandes clásicos de la Hélade sin interrupción; aunque pasando un largo trecho por debajo del suelo, a través de la tierra Madre; la vida en él tiene una fuerza telúrica, de comienzo eterno, de humanidad súbitamente nueva y usando de una vida nueva enteramente, hasta una ferocidad a la que uno no puede aplicar sin reservas la noción de pecado. Al lado de sus novelas, la filosofía de Ascesis, me da cierta desazón: no puedo aceptarla sino como posterior a ellas, como un producto del espanto del mismo Kazantzakis ante lo grandioso y feroz de la vida a que ha dado forma literaria: una vida absoluta entre dos abismos absolutos, que casi lo mismo da que los llamemos la Nada o Dios: lo real tangible es esa vida; el novelista de raza, tiene en ella su reino y su prueba, pues aunque después de ella sólo existiera la sombra absoluta, también para volver a esta nada sería necesario probarse, si se ha podido vivir en la luz y en la conciencia. – Sí, Kazantzakis me parece uno de los máximos exponentes de nuestra época, que es un renacimiento del hombre, como todas las épocas trágicas; el hombre se descubre a sí mismo, nuevo y sin velos, se fascina consigo mismo, en lo gozoso y en lo sangriento de su vivir, tiene que empezar a creer de nuevo; los mejores aun dentro del cristianismo están en esta actitud, aunque parezcan entregados por completo, sin posible vuelta atrás, a la vida (es lo que me he descubierto a mí mismo y en mí mismo al escribir mi Hijo Pródigo,9 que le enviaré en cuanto salga de la imprenta). – En este plano pongo también a Baroja10 —al que nunca conocí personalmente— y a ese extraordinario Cela,11 cuya estima, que ha tenido «explosiones» casi públicas, es uno de mis mayores orgullos. Y a Kavafis,12 que he estado «descifrando» durante tardes enteras, y del que he traducido un par de poemas para aquella antología de la que le hablé (y para la que Vd. tan gentilmente me ha ayudado con canciones populares hermosísimas en su ingenuidad, y en su vitalidad, muy griegas ambas; sí, envíeme, si no es abusar, alguna selección, aunque no tenga traducción enfrentada al texto).13 Mi proyecto era traducir más y dar el «avant-goût» de K[avafis] en España, pero he sabido que Gil de Biedma está trabajando en un volumen para la colección Adonais.14 – También he leído ese estupendo viaje a Grecia que es «El Coloso de Marusi», de H. Miller; me traje de Inglaterra el texto original;15 va a salir ahora en castellano, pero cómicamente intervenido por la censura.
¡Qué carta tan larga! ¿Me pedía Vd. mi opinión sobre J. R. Jiménez?16 Sé que ha traducido Vd. el Platero: ¿porqué no iba a tener cabida en la Grecia de Kazantzakis? claro que en ella la ternura no es romántica, sino trágica también; sí, temo, por recuerdos míos de viaje, que más de un griego de hoy confunde ternura y sentimentalismo, aunque sólo sea «pour la forme…». Pero quizá sea éste también el pecado de J. R. Jiménez… Cuando ha pecado, claro, que no ha sido siempre. Quizá ha escrito demasiados versos; en sus momentos esenciales, cuando ha estado por encima de sus maneras, me parece, sin duda alguna, uno de los grandes de nuestro tiempo; digno, por lo tanto, de su premio.
Pongo punto: seguiremos la charla. No vacile Vd. en pedirnos libros o lo que sea. Y cuente Vd. con nuestro mejor afecto, muy auténtico, muy presente. Con Clementina, suyo
C. Riba
Carta. Arxiu Literari i Històric Grec (ELIA). Publicada per Eusebi Ayensa a D’una nova llum. Carles Riba i la literatura grega moderna (Lleida, Pagès, 2012, p. 160-164). |
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